Capítulo uno

Alaska, 185l

La mujer inuit camina sobre el hielo, lleva bajo el atigi (parka) de piel de caribú a su hija recién nacida, de vez en cuando su boquita caliente le chupa los pezones, cree que le ruega algo mientras bebe el alimento al que tiene derecho. El paso ligero le dirige al lugar sagrado donde reposan sus antepasados, los espíritus de la tribu.

Se detiene de pronto, un gran estruendo acaba de crepitar el aire, conoce bien el significado de ese quebranto, acontece antes de resquebrajarse el hielo. En efecto, una grieta de cincuenta centímetros se abre en el suelo y zigzaguea hacia ella, amenazante; separa las piernas como acto reflejo para formar un puente de carne y dejarla pasar sin consecuencias.  La hendidura marcha rasgando el hielo con trayectoria de ebria y prisa de loca. De un salto rectifica unos metros el trayecto, pero la naturaleza, enfadada por no haberlas podido engullir, levanta una ventisca, un grito sordo que toma forma de ondas en el ribete de piel de zorro cosido a la capucha, concebido para privar a la cara del azote del aire.

Hoy debe cumplir con su deber, de su acción depende la supervivencia de los suyos, han nacido demasiados niños este invierno y el alimento escasea. No es la muerte lo que le causa terror, sino el sufrimiento. Aunque es mil veces más duro luchar contra el instinto de madre que contra el viento y la ley. Oprime a la niña contra su seno. Camina autómata, espoleada por el deber, mientras el corazón le grita en las sienes palabras que no quiere oír. Por rebeldía a lo que se dispone a hacer, el cuerpo le responde con un latigazo doloroso subido hasta los pechos, enseguida colmados de leche.

La mujer inuit llega al lugar sagrado, deposita a la criatura en un pasadizo entre montañas de hielo, la deja bien envuelta en una piel de foca, liada con cuerdas como un pequeño envoltorio. Sabe que el gran oso llegará en breve, en cuanto el aire le lleve sus sollozos y el olor a carne tierna. Levanta los ojos hacia el horizonte helado, corresponde regresar. Observa unos segundos la cima de un enorme bloque de hielo, por capricho del agua, el frío y el viento aparece esculpida una figura similar a una luna fina, con los cuernos hacia arriba, le parece que tiene forma de cuna y le recrimina algo.

Vuelve con los suyos, camina ligera sin mirar atrás. Oye a la niña llorar cada vez más lejos, un dolor sin nombre circula por su sangre congelada. Le duelen las piernas y los brazos, aprieta el paso sin apartar los ojos del hielo ni de la punta de las botas de piel de foca vieja, las que le sirven de guía y apoyo para continuar andando. «Ellas ­-- se dice en voz alta--, son ellas las que me impiden volver sobre mis pasos para rescatar a mi niña». Es un buen calzado, se obliga a pensar para alejar remordimientos. Fue su abuela quien la enseñó a confeccionarlo, recuerda a la anciana cuando decidió que ya era suficientemente vieja y debía marchar al lugar sagrado, y ofrecer sus pobres carnes al oso; esa era su ley, esa era su tradición, porque aquel animal un día se convertiría en alimento y abrigo para su tribu.

Pisa con fuerza, necesita machacar la nieve, oírla crepitar para acallar el pesar que llevará siempre en la memoria. Alza los ojos al cielo, no es el baile del viento quien le enturbia el paisaje, sino las ranuras de sus gafas de marfil cristalizadas de lágrimas.

 

 

Sitges (Barcelona), 2010.

El aparcamiento del hotel de cinco estrellas de Sitges está ocupado por coches oficiales, guardaespaldas y agentes de seguridad trabajan para contener a los periodistas que han descubierto la reunión e intentan captar imágenes de las importantes personalidades que transitan el jardín y se dirigen hacia el interior del recinto. Camareros y camareras se apresuran, van y vienen entre carrerillas, algunos aventuran torpes reverencias. Las doce ilustres figuras se dirigen a una de las salas de reunión más elegante, lo hacen conversando en pequeños grupos por un pasillo de vidrios donde un Mediterráneo primaveral se presenta contenido en la raya azul marina trazada sobre el cielo.

En la sala, las mesas han sido engalanadas con faldones blancos y manteles granates, y las sillas con cojines de lazadas del mismo color; unas luces cenitales realzan tanta elegancia. En el centro de cada mesa alegra la vista un conjunto de orquídeas blancas, rosas rojas y hojas de naranjo, cuyo aroma vaga por el salón posado sobre el aire acondicionado. Sobre una mesa larga, cerca de la puerta por donde entra y sale el servicio, esperan langostas, vieiras, percebes y pequeños moluscos colocados artesanalmente en fuentes de tres pisos, de aspecto tan fresco que parecen haber saltado del mar a las bandejas y atravesado misteriosamente los cristales. Al otro lado del salón, a la derecha, en un rincón, frente a los ventanales, unos pececillos habitantes de la gran pecera miran fijos el paisaje de azules y verdes, añorados de su hogar, ajenos a la importante cuestión que en breve va a decidir aquel grupo de personalidades de la política, las finanzas y la realeza.

El hombre de cabello oscuro, traje gris plateado, con aspecto de recién ser sorprendido por la vejez, dirige el paso hacia la pequeña tarima que preside el centro del salón; se instala ante el atril. Con voz ceremoniosa y en inglés, da la bienvenida a las once ilustres personas allí reunidas, a continuación, les recuerda brevemente el asunto a tratar. Muestra el dosier con el título: «Operación inuit», e informa que antes de la votación está dispuesto a aclararles cualquier punto o duda. Pero el auditorio no vacila, todos llevan meses en contacto y conocen bien el importante documento. El silencio del público otorga al presidente del grupo la autoridad para sentenciar que la votación se llevará a cabo tras el ágape.

Los presentes asienten sin palabras, Aengus abandona el atril, baja solemne las escaleras del podio, se dirige hacia una de las mesas en la que tres comensales están a punto de degustar los manjares del mar que les han servido. Se sienta junto a Richard Klett, el cual eleva su copa de cava y le invita a un brindis, cruzan miradas satisfechas, mientras el resto disfruta del menú y comenta el buen clima del Mediterráneo catalán en el mes de mayo. Todo está saliendo según el plan previsto, las expectativas del voto son positivas. Tras beber de la copa, Aengus observa pensativo la piedra negra de su anillo, orienta el dedo en busca de la luz, quiere obligarlo a brillar, le satisface sobremanera ese destello, vuelve a saborear el cava y se sonríe al ritmo de la música de Händel, la que él mismo ha escogido para acompañar la comida.

Los asistentes han coincidido en la excelencia de la cocina española, incluidos los postres. Tras el café, y siguiendo el curso del acto, Aengus ordena a un camarero que recoja en una pequeña urna de cristal las papeletas de cada mesa, se la acerque al atril y después abandone la estancia. El director del evento cruza la mirada con una dama que está a punto de depositar su voto, esta le sonríe con aristocrático e imperceptible movimiento de cabeza para un testigo no atento, él le responde con la misma discreción; será el último en votar.

Aengus, antes de proceder al recuento, observa circunspecto a los invitados, introduce la mano, ceremonioso, en la urna y procede a leer la primera papeleta: «Sí». Richard sigue absorto el movimiento del anillo de su amigo en su viaje al interior del receptáculo, piensa que el tono de voz y los gestos de ese hombre tienen algo de encantamiento.

--Doce votos a favor, ninguno en contra. La primera fase de «Operación inuit» queda aprobada por unanimidad.

Con los aplausos del público, los pececillos se han asustado, algunos buscan refugio entre los recovecos de las plantas y rocas de la pecera, otros introducen las cabecitas en los ojos de buey del diminuto galeón español hundido, con ingenuidad de pez creen estar a salvo a pesar de que sus colitas se han quedado fuera, sin protección, expuestas al libre albedrío de los dioses.

El camarero encargado de recoger los votos en la urna, y obligado después a abandonar la sala, ha prestado especial atención a lo que allí se hablaba. Ha oído comentar a uno de los comensales que el dosier iba a estar a buen recaudo en la caja fuerte de la habitación de ese tal Aengus. Todo ello porque un periodista le ha ofrecido tres mil euros por cualquier información que pudiera conseguir sobre el grupo y él no iba a desechar ese estupendo complemento a su ajustado sueldo.

 

Por la noche, el camarero se reúne en un lugar seguro de la playa con el periodista de investigación Antonio Villegas. Los únicos testigos visibles son el mar, la luna y tres pacientes pescadores con la caña lanzada, en la lejanía. El servicial informador le transmite lo averiguado: «Hablaban de un proyecto llamado «Operación inuit».  El camarero le ha entregado una copia de la llave de la habitación y otra de la caja fuerte donde estaba guardado el expediente.

Antonio Villegas paga el precio acordado a su cooperante, el contacto ha cumplido y él ha acertado en sospechar que se estaba fraguando un asunto de envergadura. No va a dejar pasar esta noche, sabe que el grupo tiene pensado marcharse mañana mismo del hotel. El plan será entrar en la habitación de Aengus a la hora de la cena, mientras los guardaespaldas estén también en el restaurante, vigilando la seguridad de sus amos.

 

Al día siguiente, por la mañana, una noticia en la prensa escalofría el cuerpo del camarero, la ha visto al sesgo, sobre una mesita. Con un acto reflejo, vigila nervioso a su espalda, el techo, a ambos lados del cuerpo, pierde el equilibrio y le cae la bandeja con las tazas de café con leche al suelo. Acerca tembloroso el periódico a los ojos, no lleva las gafas de vista cansada, pero ello no le impide leer y reconocer en la foto a la persona que aparece en el titular:

«Antonio Villegas, periodista de «El Colosal» ha aparecido ahogado en la playa de Sitges, se investigan las extrañas causas de la muerte». 

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Desapegarse sin anestesia

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Comentarios realizados, en la Vanguardia 18 de abril del 2013, por Walter Riso, psicólogo:

1)     El apego es energía desperdiciada que estamos dedicando a un objeto o relación, que tarde o temprano no nos va a servir.

2)     El apego es un vínculo obsesivo con un objeto, idea o persona.

3)     El apego corrompe, es el principal motivo de sufrimiento y falta de libertad en la historia de la humanidad.

4)     La frase:"Te Necesito" es que esa a persona es imprescindible y que tú te conviertes en un vacío.

5)     Hay deseos peligrosos como el amor, internet o la belleza.

6)     Ser desapegado es ser subversivo del orden establecido.

7)     Desapegarse de algo o de alguien es asumir que el dolor será inevitable, la persona cambiará el sufrimiento inútil por el sufrimiento útil, que es el duelo y la pérdida asumida.



Respuesta de Susana Plandugal al sr. Walter Riso:

 

1)      Es verdad que el apego puede ser fuente de sufrimiento por ser éste un aspecto natural del mismo cariño, los dos van encadenados, uno sin el otro no existen. Sin el apego no existiría el amor hacia los hijos, hacia los amigos, hacia la pareja, hacia la profesión, hacia la patria... No es una energía perdida, sino una inversión energética del ser humano donde nos vemos, y adquiere sentido la vida como tal.

2)      El amor, de forma natural, provoca la adicción porque desde ella se aspira a la unión máxima con el ser amado, la expectativa es muy elevada: alcanzar esa felicidad que está fuera de nosotros, imposible conseguir de otra manera. 

3)      Alcanzado el amor, no sólo no corrompe sino que te enriqueces de aquellos aspectos de los que careces y te aporta el otro. Y la libertad, antes lúgubre y solitaria, adquiere connotaciones de compañía y apoyo. 

4)      "Te necesito" es una de las palabras más hermosas que pueda escuchar un ser humano. En tu interacción con el ser amado te conviertes en un lleno recíproco, a modo de vasos comunicantes, de creatividad, porque amplía la visión: cuando dos seres se aman nace una nueva dimensión, un mundo lleno de guiños, sonrisas, actuaciones y palabras cómplices, fruto de la comunión de ambos, que los fortalece ante el mundo.

5)      Lo peligroso es no amar y no haber sido amado. Lo peligroso es no salir de uno mismo por miedo a sufrir. Lo peligroso es odiar. Lo peligroso es el desapego. Lo peligroso es sentirse libre y no saber qué hacer con tu libertad.

6)      Ser subversivo con el orden establecido es no tener apego al dinero, no cobrar nuestro trabajo, subir en el metro sin pagar, bajar libros gratuitos de internet, realizar el trueque para sobrevivir, no comprar, inventarnos en cada necesidad que se nos presente. Lo subversivo para el orden establecido es la solidaridad humana, el amor al otro.

7)      En el amor se brinda la gran oportunidad de ver en nosotros mismos lo mejor que somos, es un testimonio de vida de nuestra existencia. No quiero ser una máquina que no quiere amar para no sufrir, acepto tranquila el pesar de la pérdida por todo lo vivido y recibido. Perder a alguien que amas es un dolor especial, íntimo, al que no apetece etiquetarlo con ningún diagnóstico médico; es pensar en él, en ella, a todas horas; es un sufrimiento plácido, un regodeo del pensamiento, una felicidad pasada que ha formado parte de mi, cambiado mi cuerpo, mi mente, mi vida; es una tristeza capaz de convertir el sufrimiento en poesía (estrategia humana para arrebatar el logos a la realidad); es sentir que al menos viví y hubo una época en que yo sí fui feliz, aunque  sin él, sin ella, la soledad sea más fría si cabe.

Suspender el juicio

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Parece que la postmodernidad está lejos de pertenecer a los periodos de crítica, la tendencia de nuestros contemporáneos a la perezosa y fácil concepción de la realidad, en lugar de analizar, refutar y cuestionar los diferentes modelos para someterlos a la criba de la razón, rechazar lo que no resiste, aceptar lo bueno y mejorar lo susceptible de mejora, reconoce una validez igual en todos ellos.

 

Esta epojé o suspensión del juicio lleva al individuo y a los pueblos a no pronunciarse sobre lo correcto e incorrecto, sobre lo justo e injusto, el bien y el mal, ya que para el relativismo no existe el bien objetivo, puesto que lo valores morales, la justicia y el derecho son convencionales. Esta corriente, a modo de los escépticos, conlleva, disfrazada de sabiduría y respeto, al inmovilismo.

 

Como el no querer clasificar ni ser clasificado es, en sí mismo, pertenecer a una clasificación. Renunciar al raciocinio es renunciar a nuestras dotes humanas, volver a la esclavitud vital de la naturaleza a modo animal. El hombre ha de ejercer su función de hombre: pensar, criticar, dialogar para avanzar hacia la perfecta felicidad. Y, qué es la felicidad: ser queridos, que nos quieran. Suspender el juicio es como morir, es la ausencia de pasiones, es la indiferencia, es la quietud, la imperturbabilidad y este modo de muerte no puede llevar al estado feliz.

 

 El bien sí existe, el mal sí existe y cuando se da hay que gritarlo para que el silencio no sea un mal aliado. El mal se identifica fácilmente: es cuando el OTRO debido a nuestras actuaciones sufre o puede tener perspectivas de sufrimiento, al contrario del bien.

 

Ninis

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Mi hijo tiene veinticinco años y se levanta cualquier día de la semana a la una del mediodía, al principio tenía largas discusiones con él sobre su futuro: "Si no encuentras trabajo, al menos estudia algo para el día de mañana", le decíamos tanto su padre como yo. Las continuas malas caras, los portazos y las contestaciones subidas de tono nos han hecho rendirnos, que sea lo que Dios quiera. Los fines de semana, tras extorsionarnos, se va de marcha, como él dice, y aparece por casa en la amanecida del domingo, el resto de noches navega por internet hasta las tantas.

 

Aún recuerdo cuando a los quince años me pidió que le comprara preservativos porque las chicas le iban detrás y tenía que cumplir con las demandas, para esto siempre ha sido muy hombre, y comparando generaciones, su padre y yo, nacidos en los sesenta, no tuvimos relaciones sexuales hasta los dieciocho años, comprando yo los anticonceptivos a escondidas. A los dieciséis años ya estábamos trabajando y estudiando a la vez, por eso hemos conseguido crear un hogar, pagar una hipoteca y vivir de nuestro trabajo.

 

A pesar de la crisis, la novia mantiene su empleo de cajera en el Mercadona, no sé cómo la aguantan porque más de un lunes no se ha presentado a trabajar aduciendo migrañas, por cierto, ocasionadas por los botellones de turno que se meten en las plazas de los pueblos.  Yo le digo a mi marido, cuando me encuentro alguna de sus bragas tiradas, que ahorremos sin que se enteren y nos fuguemos. De meter el dinero en el banco nada porque no me fío de esos buitres financieros ni del niño, que mira las cuentas por internet. "Esta generación no nos va a pagar las jubilaciones" le digo. Y no sé si serán manías mías, pero para mí que traman algo. "Mira que si nos asesinan para quedarse con el piso", "no mujer", me contesta mi marido, "lo que harán es juntarse y venir a vivir con nosotros", ¿quién si no les va a cocinar, limpiar, lavar la ropa y pagar los gastos de la casa?, mientras podamos hacer eso, estaremos a salvo.

 

 Si digo que no me preocupa el niño es mentira, ya decía el abuelo, mi padre, que hemos trabajado y sufrido tantas carencias que estos hijos han salido cansados, la vida que les ha tocado no les ha hecho exigencias de supervivencia, reconozco que son las malas hierbas del estado de bienestar. Sin embargo, ahora me he relajado un poco desde que puedo decir que mi hijo forma parte de un grupo aceptado socialmente, ya no me da tanta vergüenza que ni estudie ni trabaje, sonrío resignada y digo que el niño es un "Nini", pero, la verdad, no sé cuándo, cómo ni quién lo ha hecho.

La lógica y el mundo

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Según la lógica toda buena deducción tiene que venir lógicamente de las premisas, cuando la conclusión no se deriva de las premisas es que existe una contradicción y después de una contradicción puede venir cualquier cosa. Por ejemplo, alguien en una argumentación incurre en contradicciones previas antes de dar su sentencia final. El escuchante detectará las contradicciones e interpretará que la conclusión a la que ha llegado es una falacia, una pura invención que nada tiene que ver con lo argumentado.

 

Extrapolando la lógica al mundo el planteamiento puede ser el siguiente: si el mundo no es contradictorio es que todo está dado y si todo está dado, ¿dónde está mi libertad?

El otro planteamiento sería: si el mundo es contradictorio entonces puede darse cualquier cosa, llámese azar y con él mi libertad.

 

El mundo no es contradictorio ya que es un sistema de engranaje perfecto, son constantes matemáticas: la elíptica alrededor del sol, el movimiento de la Luna, el giro de la Tierra sobre sí misma y quién sabe qué otras ecuaciones galácticas desconocidas. Todo lo existente en el planeta está supeditado a estas constantes, la temperatura, las lluvias, los vientos, la gravedad, nosotros mismos, por lo tanto, ¿dónde está el azar?, ¿no será éste sino chispas del perfecto mecanismo que lo precede?, ¿no llamaremos azar a lo desconocido? Alguien podría decir que la caída de un meteorito es azar, pero, ¿por qué un meteorito no podría estar formando parte de un sistema y su caída es también una consecuencia lógica, como lo son los espermatozoides en busca del óvulo?

 

Por lo tanto si el mundo no es contradictorio yo no tengo libertad por que todo está dado desde mi nacimiento hasta mi muerte, hasta el famoso libre albedrío forma parte de un sistema cultural, un software que se me ha inculcado y que viene de antaño perfilado siglo tras siglo por la adaptación al medio natural, y al poder de otros hombres.

Aflige sobremanera a la condición humana descubrir de pronto nuestra esclavitud.

 

/\x (Mx→ ¬L)

 

Si para todo x el mundo no es contradictorio entonces no hay libertad

 

M (mundo no contradictorio)

L (libertad)

 

 

Es de mal vendedor criticar, abiertamente (otra cosa sería estudiarlo), la supuesta debilidad del competidor para vender el producto propio. Conlleva esta acción la sospecha de que el acusador opta por esconder las imperfecciones internas y su carencia de imaginación, arremetiendo contra otros. Es de buen vendedor analizar el problema, las necesidades y áreas de actuación y mostrar soluciones.

 

Pero, España no es un competidor, ¿verdad señor Sakorzy?, sino un miembro de la comunidad europea igual que Francia o sea que estamos hermanados. Ni por un momento pienso en que nuestra tierra, mejor situada en el mapa, tiene más sol, y como diría un castizo y con perdón: "Con una semilla y un escupitajo nace una sandía", tampoco digo que el mejor aceite del mundo sea el español y que su país y otros miembros hacen lo que pueden para bloquear el libre comercio hacia Suiza y demás, que por cierto utilizan aceite de coche en unas ensaladas confeccionadas con ciertas hierbas de la carretera. Ni que hablar de los vinos, de los cítricos, de los camiones que llegan a sus fronteras y que de vez en cuando se ve que pasan frío porque les da por incendiarlos. Tampoco hablo de la impotencia, convertida en burla, hacia nuestros deportistas de éxito, acusándolos injustamente de dopaje. 

 

Ya no pudo con nosotros en el siglo XVIII quien ya sabe y al que parece querer emular. Él como usted se han olvidado del carácter español, un potencial en sí mismo, aparentemente fraccionado, hospitalario con los turistas, condescendientes (hasta hoy mismo) con el uso de nuestra sanidad por parte de extranjeros, pues bien, ese carácter solidario (mayor número de donaciones de órganos del mundo), somos una pieza compacta cuando nos agreden desde el exterior personajillos vario pintos que hacen subir nuestra prima de riesgo con su boquita pinturera.

 

 Quiere ello decir que vamos a protestar ante las palabrerías que intentan reducir, en un momento crítico como éste, el buen nombre de nuestro país. Recuerde que España ha alcanzado al resto de países europeos a pesar de haber estado maniatados cuarenta años. Y los de abajo, no sólo existimos sino que exigimos, sin complejos, nuestro lugar en Europa, en el mundo.

Quiero ello decir, señor Sarkozy, que la próxima vez que quiera mentarnos, lo haga con respeto hacia una gente que empieza a estar hasta las enaguas (aquellas que pertenecieron a las mujeres que se hacían tirabuzones con las bombas de los fanfarrones), de ser menospreciados.

Nuestros viejos

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Camina solo, lento, apoyado en un bastón que siempre se había negado a llevar. Le falla la cadera izquierda y no es cuestión de desgastar más de la cuenta el hueso; quiere ver crecer a su nieta pequeña. Hace esfuerzos por entender esa nueva aparatología que secuestra a los jóvenes en sus casas y les hace hablar solos. El nieto mayor le dice que tiene muchos amigos, pero a él no se lo parece porque sólo le ha enseñado fotos de personas que dice que le hablan.

 

 Ya nadie le consulta nada, como si sus consejos fueran los de un perdedor que ha llevado una vida errónea. Le gustaría contar a su familia cuándo plantar tomates, o si va a llover, o que pasó en el pueblo en la postguerra, o cuál es su opinión en alguna cuestión de actualidad, y es que se ve que lo preguntan en internet. Él tiene todavía vida, aunque hace años que está viudo, le gusta una señora que toma el sol todos los días en la puerta de la residencia y habla con ella de otros tiempos cuando los abuelos eran importantes en la familia. Hasta le propondría matrimonio si no fuera porque, con la crisis, su hijo ha perdido el piso y se ha venido a vivir a su casa y ahora ya no hay sitio. Además tiene la obligación de ir a buscar a la nieta al colegio ya que su nuera también trabaja.

 

Cuando murió su abuelo se dio cuenta de que no sólo moría  una persona a la que amaba sino que desaparecía para siempre una persona que lo amaba a él. Con el abuelo murió una parte de él mismo: alguien que lo conocía y lo arraigaba en el mundo; alguien que le servía de referencia para comportarse; alguien que le hizo de eslabón entre pasado y presente; alguien con quien podía contar y en quien se reflejaba.

 Pero cuando muera él tiene el presentimiento de que lo que desaparecerá será una carga para su hijo, un viejo menos. Sin saber muy bien en qué momento cambiaron las cosas y por qué.


Tengo que usar los codos como bastones,

alzar los omóplatos hacia el cuello.

Se me cansan las piernas;

pero mi espíritu se niega a envejecer.


(Metáfora de los Inuits)





Que paguen las telefónicas

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Cuando uno reflexiona sobre dónde va a parar su dinero, se da cuenta de que las telefonías se llevan una buena parte de su bolsillo. Cada vez son más los usuarios conectados a internet, amén de los teléfonos móviles que poseen cada uno de los miembros de la familia, obviando al perro.
Por ello quería dar una idea a quien corresponda y les pido a los lectores que tengan a bien difundirla, es la siguiente: ya que estas empresas son las que obtienen beneficios gracias a los usuarios, que sean ellas quienes paguen los derechos de autor con un tanto por ciento del beneficio que obtienen y dejen en paz a los internautas.

Internet es el campo abierto de las relaciones humanas, de las noticias, de la cultura, es compartir, solidaridad, el gran vehículo de difusión cultural desde finales del s XX y como es bien sabido al campo es imposible y además no se le debe poner puertas. Compartir música, libros, no debería ser ningún delito si los creadores-autores tuvieran subsanado su beneficio, el cual deberían reclamarlo no a quien se lo baja de la red, sino a quien se la proporciona y ya ha cobrado por ello, por cierto, estas empresas se mantienen en un discreto silencio ante las protestas suscitadas por los derechos de autor, parecen que temen ser salpicados con ideas como la que aquí se expone. Y quien dice empresas telefónicas, dice también cualquier empresa publicitaria o de distinta índole que obtenga beneficios con la conexión de usuarios, incluido Google.

La cultura: accesible; que pague quien gana dinero con ello, el internauta ya lo ha pagado con su cuota de veinte euros al mes que multiplicado por millones de hogares es como dirían en Badalona, "mucha pasta"
 


Para Dios

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Hola, Dios:

 

Ha sido la Razón la que te ha desechado, no mi debilidad ni el miedo, que siguen siendo tuyos. Ella, la Razón, es la culpable de que ya no observe el mundo desde tu ojo, de que lance la mirada dentro, contra mí misma. Sin tu atalaya los caminos crecen en las ramas y mi tener que elegir se bifurca hacia la ambigüedad infinita del caos humano. Y veo, más que nunca, fundirse en el horizonte el bien y el mal, el sufrimiento y el placer, mientras los mares señorean verdes relativos donde flotamos desorientados náufragos.

 

Pero la Razón ha encontrado la manera de discernir la bondad de la maldad sin ayuda del cielo, el marco de referencia es el que está fuera de mí; ése que como yo existe porque me mira y nos miramos, y es su mirada la que certifica mi existencia como un espejo que me remite a mí misma y me recuerda quien soy. Será a él a quien deba mis juicios y al que respete sin que intervengas.

 

 Dios, el Universo no es más que una confluencia de átomos de combinaciones químicas, tu recompensa del cielo se ha esfumado junto a la amenaza del infierno, y aunque se te olvidó que el fin del hombre es la felicidad, no el temor, quizás ahora, solos, frente a nuestra Razón, esta sublimación del imaginario público que eres tú, un día la echemos de menos.

Si a usted le preguntaran ¿cómo le gustaría que lo vieran los demás: bueno o elegante?, (sólo puede elegirse un calificativo). Quizás algunos dirían elegantes, otros, bueno; otros no sabrían qué responder.

 

En primer lugar me dirigiré a los que desean la elegancia antes que la bondad: ser elegante produce en los otros, en un primer instante, admiración, en último quizás envidia. El individuo que persigue la elegancia y lo consigue se convierte en un icono, observable en sus ropajes y vehículos de prestigiosas marcas que hacen de la elegancia una compra-venta. Recompensa: así admirado, es erguirse como superior ante los demás. La sensación de estar instalado por encima de las cabezas del resto de sus congéneres, haber conquistado, por fin, su secreta porción de poder. Pero, ¿habrá conseguido ser apreciado por lo que es en realidad, un ser humano? Perseguir sólo la elegancia es un atributo que no aporta ninguna mejora al grupo, sino a sí mismo.

 

Veamos ahora qué se consigue con la bondad: ser bueno es un desequilibrio entre el egoísmo y la generosidad, con inclinación hacia ésta última. Es empatía, tener como marco de actuación al otro y como límite su sufrimiento. Esto produce en los ajenos, en primera instancia: devolución de la empatía, en última, nada más y nada menos que amor.

El brillo de la bondad es opaco en tiempos en que triunfa lo superficial, hasta el punto de identificarse ser bueno con ser tonto.  El reino del egoísmo se repliega sobre sí mismo y nos lleva, irremediable, al lugar de las soledades no elegidas.

 

 Para los que todavía están indecisos en elegir entre ser elegante o bueno, sólo apuntar que interferir en el conjunto humano con buen talante es salir de él lleno de recompensas.