May 2011 Archives

Si a usted le preguntaran ¿cómo le gustaría que lo vieran los demás: bueno o elegante?, (sólo puede elegirse un calificativo). Quizás algunos dirían elegantes, otros, bueno; otros no sabrían qué responder.

 

En primer lugar me dirigiré a los que desean la elegancia antes que la bondad: ser elegante produce en los otros, en un primer instante, admiración, en último quizás envidia. El individuo que persigue la elegancia y lo consigue se convierte en un icono, observable en sus ropajes y vehículos de prestigiosas marcas que hacen de la elegancia una compra-venta. Recompensa: así admirado, es erguirse como superior ante los demás. La sensación de estar instalado por encima de las cabezas del resto de sus congéneres, haber conquistado, por fin, su secreta porción de poder. Pero, ¿habrá conseguido ser apreciado por lo que es en realidad, un ser humano? Perseguir sólo la elegancia es un atributo que no aporta ninguna mejora al grupo, sino a sí mismo.

 

Veamos ahora qué se consigue con la bondad: ser bueno es un desequilibrio entre el egoísmo y la generosidad, con inclinación hacia ésta última. Es empatía, tener como marco de actuación al otro y como límite su sufrimiento. Esto produce en los ajenos, en primera instancia: devolución de la empatía, en última, nada más y nada menos que amor.

El brillo de la bondad es opaco en tiempos en que triunfa lo superficial, hasta el punto de identificarse ser bueno con ser tonto.  El reino del egoísmo se repliega sobre sí mismo y nos lleva, irremediable, al lugar de las soledades no elegidas.

 

 Para los que todavía están indecisos en elegir entre ser elegante o bueno, sólo apuntar que interferir en el conjunto humano con buen talante es salir de él lleno de recompensas.

 

 

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