La niña de la niebla
Todavía se recuerda en el lugar
aquella mañana de mayo. Amaneció con tanta niebla que no se distinguía la casa
de enfrente ni el paisaje de las ventanas, tupidas cortinas de gasa caían sobre
las calles de manera extraña.
El pueblo, situado en la cima de un peñasco, desapareció durante horas del
mundo, a decir de algunos, secuestrado por una extraña nube que les impedía ver
y ser vistos. Los animales en las cuadras bramaban aterrorizados; los hombres
no salieron a trabajar al campo; los niños no fueron a la escuela. Creyeron
haber estado suspendidos, flotando en el espacio como si las casas y la tierra
ya no necesitaran anclajes ni cimientos donde posarse.
Mientras la niebla invadía la tierra, en una cabaña a las afueras del
pueblo, a mitad de camino entre este y el valle, se ponía de parto Juana.
Debido a la premura de los dolores tuvo que asistirla Ramón, su marido, que le
ayudó a traer al mundo a una niña de singular belleza, rolliza, pero tan pálida
que decidieron ponerle de nombre Blanca. Cuando la niña vio la luz y estalló en
lloros, la niebla se esfumó de repente como por mandato, la transparencia,
entonces, devolvió los tejados a las casas, las casas a las calles, las calles
al pueblo, aparecieron las piedras, el camino que ascendía la montaña, la
hierba del desfiladero y el sol entre un agujero del cielo.
Al momento, bajo la ventana de la niña, nació una enredadera de campánulas
que empezó a crecer sin detenerse, ajena a las leyes y limitaciones naturales
de su especie; algunas flores llegaron a medir hasta un metro. Enseguida, el
tronco principal de un estirón alcanzó el alféizar, serpenteó con sus tentáculos
por las tejas, por el tejado, entró a la cabaña por la chimenea, se adhirió a
los techos, volvió a salir por la ventana de la buhardilla, se enredó en los
goznes para entrar de nuevo por una fisura del dintel de la puerta. Los muros se
tapizaron con hojas acorazonadas de filos rizados, verdes y peludos, de las
ramas brotaban, incansables, gigantescas campánulas blancas.
La enredadera siguió su camino por el jardín de la casa, atravesó el bosque,
enroscó árboles, arbustos y a cualquier animalillo pasmado que se quedaba contemplándola.
Los matorrales no encontraron incomodo su nuevo aspecto híbrido entre flor y
matojo, cuando el viento mecía las flores, parecían, estas, hermosos carillones
de iglesia. El perfume de los pétalos flotaba sobre la cima de los abetos, las
piñas y bellotas, ahora engalanadas, provocaban la algarabía de insectos,
pájaros y ardillas que entendían la nueva situación como una fiesta. Tras salir
del bosque se encaminó la enredadera hacia el pueblo, se dividió en dos ramas, zigzagueó
por los márgenes de la carretera. Coronó pedruscos, zarzas, los gorriones jugaban
a adivinar el siguiente brote saltando con sus patitas y luego el siguiente
más, ante la expectación de abejas y mariposas que no sabían con qué campanilla
quedarse.
Los dos tentáculos se abrazaron a la entrada del pueblo, el trayecto las había
engordado y el tronco tenía ya el diámetro de un árbol gordo. Consiguió
alcanzar la primera casa, subió por las paredes se enredó en el quicio de la
puerta, hizo eses por la chimenea, entró por ella, envolvió las ventanas, se
colgó de los techos y quedaron las flores, así, de esa manera, en forma de
lámparas. Ocurrió lo mismo con la casa de al lado y la de al lado de la de al
lado, hasta quedar el pueblo entero cubierto
por la planta.
Pasada la sorpresa, algunos vecinos decidieron dejar colgadas las flores sobre
sus cabezas y sobre sus casas, la belleza de los pétalos, el delicado color y
olor sosegaba el espíritu y aliviaba los males. Los vecinos que intentaron
arrancar con hachas el tronco lechoso del vegetal, los que no dejaron vivir a
las campánulas gigantes en sus muros, enfermaron ellos y todos los miembros que
habitaban bajo esos techos. Fueron enfermedades extrañas que el médico del
pueblo no fue capaz de adivinar el remedio. Arrepentidos por el bienestar que
día tras día crecía entre el resto de los vecinos más tolerantes, intentaron
recoger los tallos de las casas contiguas para dirigirlos de nuevo a sus
viviendas.
Por las noches, las campánulas que
colgaban de las farolas eran más luminosas que los luceros. Cuando en la fuente
caía arrancada alguna flor, corría la gente a llevarla a sus muertos para
prodigarles mejor descanso, descubrieron que si adornaban las tumbas con ellas,
al día siguiente la fotografía del difunto sonreía. Los hilos de la luz, los
márgenes de las aceras, las antenas de las televisiones eran guirnaldas blancas.
Se podía ver a gatos, perros y ovejas con hojas pegadas en el pelo, con el polvillo
dorado de los estambres chispeándoles los hocicos.
Siguiendo el hilo de la enredadera, averiguaron que venía el asunto de la cabaña
del bosque donde vivían Ramón y Juana, y que todo había coincidido con el
nacimiento de la niña. Mientras, en la cuna donde descansaba Blanca unas campanillas
diminutas hacían de cascabeles y la única niebla que había quedado la envolvía,
protegiéndola, de forma perenne, así, se veía la madre obligada a tener que dispersarla
con el fuelle de la chimenea.
Gente de lugares cercanos venía a
visitar el pueblo de las campanillas gigantes, las familias saludaban desde sus
sillas de nea y regalaban ramos a los turistas. El suelo de las calles se había
convertido en un río dorado debido al polvillo de los estambres. Corrió la
noticia que desde el suceso los lugareños no se ponían enfermos y la felicidad parecía
haberse instalado en todos los rincones donde vivía el vegetal. Las familias enterraron
antiguos rencores, los viejos olvidaron sus achaques, los niños crecían
vivarachos, en los campos, el trigo crecía más vivo, las vacas y las ovejas
daban tanta leche que venían diez camiones cada día para llevarse el exceso de
producción.
Cuando Ramón y Juana se acercaban al pueblo los paisanos se asomaban para
ver pasar a Blanca rodeada de niebla y a su madre soplando con el fuelle, intentando
despejar las gotitas de vapor de agua para que el sol tocara a su niña en la
cara y en las manitas, y pudieran contemplar lo hermosa que era la criatura.
El día que cumplió siete años, paseaba Blanca por el bosque envuelta en la nebulosa
que había crecido con ella y que se había adaptado a sus nuevas proporciones: era
una niña dentro de una pompa de jabón repleta de humo. De pronto, encontró a un
cazador moribundo apoyado sobre una roca. Al hombre le salía la sangre a borbotones
en el centro del pecho, por el
agujero que le había hecho la bala pérdida de otro cazador, al toser despedía
trozos de carne ensangrentada por la boca. Se acercó a él compungida, se
arrodilló, lo abrazó unos segundos terrenales y desaparecieron los dos entre la
niebla de Blanca. Cuando lo volvió a dejar en el suelo el cazador ya no tenía
herida e intentaba levantarse por propio pie. Agradecido por haberle salvado la
vida le dio besos en las manos.
La noticia corrió por el valle, por las montañas, por las carreteras y
cientos de enfermos se acercaban cada día a casa de Blanca para ser curados por
ella. La niña abrazaba a los enfermos envolviéndolos en su niebla y salían
curados al ser humedecidos por un amor que no era de este mundo. La cola de
gente llegaba hasta el pueblo a través del camino. Blanca empezó a debilitarse por el exceso de
trabajo y el color de su niebla se hizo tan oscura, que la madre tenía que rociarla
con polvos de talco para que no tuviera tan mal aspecto. Los enfermos golpeaban
su ventana mientras dormía con sollozos lastimeros, Blanca, entonces, se
levantaba a pesar del disgusto de sus padres y se pasaba la noche y el día
abrazando personas.
Las campanillas del pueblo empezaron a mustiarse, los tallos se desprendían
de las casas ocasionando un gran estruendo en la caída, un hedor a vegetal
malsano inundó las calles. Los vecinos empezaron a enfermar y discutían con los
forasteros sobre su prioridad para ser atendidos por la niña. El camino se
llenó de peleas y guerras de piedras, los mosquitos se comían los restos de
tallos mustios y provocaban en los enfermos nuevos males en forma de forúnculos.
Un día en que ya solo quedaban unas ramas
podridas inundadas de hormigas, un coche con los cristales oscuros avanzaba por
el camino sin tratar de evitar atropellar a la gente que esperaba turno, los
enfermos se apartaban en el último segundo al percatarse del peligro. Tres
hombres vestidos con trajes negros y gafas de sol salieron del coche y entraron
en la casa de Blanca. Las voces de protesta de los padres de Blanca se oían
desde fuera --la niña no se mueve de aquí-- decía la madre, mientras el padre
cogía la escopeta para echar a aquellos individuos que pretendían llevarse a su
hija. Los tres tipos advertían que pertenecían a una institución secreta,
estatal, que investigaba fenómenos extraños, y a la niña, aunque fuera por la
fuerza, se la iban a llevar.
A un descuido del padre, uno agarró a Blanca por un brazo mientras su madre
la estiraba del otro, cuando de pronto una niebla oscura formada con partículas
de ceniza envolvió la casa, envolvió el pueblo, envolvió el bosque, envolvió a
las miles de personas que esperaban en el camino. Respirar se hacía difícil y
todos tosían y lloraban por el escozor que producía aquella sustancia negra que
se clavaba en los pulmones. El tipo soltó el brazo de la niña para protegerse
de la picazón que sentía en los ojos, entonces, Blanca escapó empujada por los
gritos de la madre ¡Corre!, ¡corre!
Cuando se hubo despejado la negrura
quedó la gente y la tierra tiznada. El
camino se convirtió en un lugar irrespirable, los cristales de las casas enlutaron,
oscureció el día como si una mina de carbón hubiera estallado.
Y Blanca no volvió, desapareció entre la niebla, habría que esperar a otros
tiempos a que el mundo recapacitara y estuviera mejor preparado para recibir
tanto amor.
Lola Fernández
Estévez
2º Premio de relato de editorial Pábilo Depósito legal TF267-2018
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