Parece que la postmodernidad está lejos de pertenecer a los periodos de crítica, la tendencia de nuestros contemporáneos a la perezosa y fácil concepción de la realidad, en lugar de analizar, refutar y cuestionar los diferentes modelos para someterlos a la criba de la razón, rechazar lo que no resiste, aceptar lo bueno y mejorar lo susceptible de mejora, reconoce una validez igual en todos ellos.
Esta epojé o suspensión del juicio lleva al individuo y a los pueblos a no pronunciarse sobre lo correcto e incorrecto, sobre lo justo e injusto, el bien y el mal, ya que para el relativismo no existe el bien objetivo, puesto que lo valores morales, la justicia y el derecho son convencionales. Esta corriente, a modo de los escépticos, conlleva, disfrazada de sabiduría y respeto, al inmovilismo.
Como el no querer clasificar ni ser clasificado es, en sí mismo, pertenecer a una clasificación. Renunciar al raciocinio es renunciar a nuestras dotes humanas, volver a la esclavitud vital de la naturaleza a modo animal. El hombre ha de ejercer su función de hombre: pensar, criticar, dialogar para avanzar hacia la perfecta felicidad. Y, qué es la felicidad: ser queridos, que nos quieran. Suspender el juicio es como morir, es la ausencia de pasiones, es la indiferencia, es la quietud, la imperturbabilidad y este modo de muerte no puede llevar al estado feliz.
El bien sí existe, el mal sí existe y cuando se da hay que gritarlo para que el silencio no sea un mal aliado. El mal se identifica fácilmente: es cuando el OTRO debido a nuestras actuaciones sufre o puede tener perspectivas de sufrimiento, al contrario del bien.