Cuando
ya creemos tener dominada a la naturaleza; cuando los satélites que hemos
construido navegan el espacio como cualquier material estelar; cuando nos hemos
asomado y manipulado el átomo..., de repente, ocurre. La tierra se remueve quejosa,
parece querer desprenderse de los implantes que le hemos colocado encima, con
un golpe de genio, demostrando su supremacía, su poder indiscutible sobre quien
la habita: unos seres pequeños, insignificantes que son aniquilados, ellos y
sus obras, con tan sólo un estremecimiento.
Nosotros,
estos seres irrespetuosos que jugamos a ser dioses sin serlo, intentamos
fabricar centrales nucleares a modo de soles para alumbrar las noches de
televisores y resto de electrodomésticos convertidos ya en artefactos de alta categoría
vital. Ignorando los plácidos rayos de sol que nos llegan regalados, actuamos
sin respeto, desagradecidos, cada vez más alejados del engranaje y quehacer de
Y,
tras el coletazo, una ola gigante nos devuelve al sitio, a la menudencia, a la
subordinación de su magnanimidad. Y nos quedamos llenos de impotencia ante tal
poder, resignados a nuestra débil forma humana y a las consecuencias que hemos
originado y de las que nadie nos puede salvar, sino nosotros mismos.