Empieza a flaquear en mi memoria el sabor de
los pestiños y las torrijas que mi abuela cocinaba la noche de todos los Santos,
cuando ella encendía unas palomitas en recuerdo de sus muertos, que también son los míos. Algo ancestral se ha difuminado y ha ido a parar a la papelera
de reciclaje, atacado por un virus llamado Halloween.
El virus en cuestión, de apariencia
inofensiva, se interactiva en todas las carpetas, sustituye archivos y
transforma los iconos por figuras ridículas de brujas, calabazas y fantasmas
que se enfrentan a mi coherencia. El antivirus del programa es manipulado,
anestesiado, convencido del bienestar que produce la supremacía del extraño, con su idioma
universalmente aceptado, indiscutible, con años de culturización inoculada a
través de grandes anuncios llamados películas.
En un principio, es aceptado por su actuar
sibilino, jocosidad ante la muerte e importante actividad económica, aun en menoscabo de la
tradición propia. Su misión es borrar el disco duro, construir un mercado sin
fronteras físicas, alzarse con el poder tecnológico y manipular voluntades
ajenas, así más gobernable a sus antojos.
Hoy,
pocos son los que restauran de su papelera de reciclaje los archivos antiguos,
ésos que me dicen quién soy, de dónde vengo, ésos que conforman mis costumbres
y con ellas mi carácter único, y me adaptan con sus ritos a mi tierra, a mis
congéneres, al recuerdo de mis muertos; con todo ello algo menos global, algo menos manejable.