Es momento de partir, son unas
modestas vacaciones entre montañas, me marcho lejos de mi lugar habitual y no
quiero llevar conmigo más que una pequeña maleta con cuatro vestidos, y el
cepillo de dientes. Necesito desprenderme de todo aquello por lo que tanto he
luchado: una casa, un trabajo, una familia..., pequeños tentáculos que tienden a
enrollarse en los cuerpos sin dejar respirar. No quiero cosas
materiales, nada; deseo estar a solas con mi corazón, preguntarle, sin
interferencias, qué quiere de verdad de esta vida, qué le hace feliz, qué
deseos inconfesables oculta, cómo distribuir los años que me quedan. Me gustaría andar desnuda entre peñascos, ¡oh! sí;
libre de obligaciones, de lazos, de conexiones, de móviles... El cielo, el
bosque, el río, el silencio, el viento, el sol... Sin anuncios que me digan qué debo comer para no engordar, ni me susciten
complejos o ansiedad de poseer compulsivamente; sin billetes a azulinas aguas
tropicales; sin coches híbridos de exuberante tapicería; sin necesidad de tener
tetas siliconadas ni neumáticos labios para pertenecer a mi tiempo. ¡Oh! sí, libre, libre, unos días.
Y cuando me encuentre a mí misma,
allí, sola, desconectada de la civilización, sin horarios ni nadie a quien darle
los buenos días, entre la inmensidad de la nada, rodeada de abetos y altas
montañas, espero no descubrir dentro de mí a una extraña con la cual aburrirme.