Camina solo, lento, apoyado en un bastón que siempre se había negado a llevar. Le falla la cadera izquierda y no es cuestión de desgastar más de la cuenta el hueso; quiere ver crecer a su nieta pequeña. Hace esfuerzos por entender esa nueva aparatología que secuestra a los jóvenes en sus casas y les hace hablar solos. El nieto mayor le dice que tiene muchos amigos, pero a él no se lo parece porque sólo le ha enseñado fotos de personas que dice que le hablan.
Ya nadie le consulta nada, como si sus consejos fueran los de un perdedor que ha llevado una vida errónea. Le gustaría contar a su familia cuándo plantar tomates, o si va a llover, o que pasó en el pueblo en la postguerra, o cuál es su opinión en alguna cuestión de actualidad, y es que se ve que lo preguntan en internet. Él tiene todavía vida, aunque hace años que está viudo, le gusta una señora que toma el sol todos los días en la puerta de la residencia y habla con ella de otros tiempos cuando los abuelos eran importantes en la familia. Hasta le propondría matrimonio si no fuera porque, con la crisis, su hijo ha perdido el piso y se ha venido a vivir a su casa y ahora ya no hay sitio. Además tiene la obligación de ir a buscar a la nieta al colegio ya que su nuera también trabaja.
Cuando murió su abuelo se dio cuenta de que no sólo moría una persona a la que amaba sino que desaparecía para siempre una persona que lo amaba a él. Con el abuelo murió una parte de él mismo: alguien que lo conocía y lo arraigaba en el mundo; alguien que le servía de referencia para comportarse; alguien que le hizo de eslabón entre pasado y presente; alguien con quien podía contar y en quien se reflejaba.
Pero cuando muera él tiene el presentimiento
de que lo que desaparecerá será una carga para su hijo, un viejo menos. Sin
saber muy bien en qué momento cambiaron las cosas y por qué.
Tengo que usar los codos como bastones,
alzar los omóplatos hacia el cuello.
Se me cansan las piernas;
pero mi espíritu se niega a envejecer.
(Metáfora de los Inuits)