Si
a usted le preguntaran ¿cómo le gustaría que lo vieran los demás: bueno o
elegante?, (sólo puede elegirse un calificativo). Quizás algunos dirían
elegantes, otros, bueno; otros no sabrían qué responder.
En
primer lugar me dirigiré a los que desean la elegancia antes que la bondad: ser
elegante produce en los otros, en un primer instante, admiración, en último
quizás envidia. El individuo que persigue la elegancia y lo consigue se
convierte en un icono, observable en sus ropajes y vehículos de prestigiosas marcas que hacen de la elegancia una compra-venta. Recompensa: así
admirado, es erguirse como superior ante los demás. La sensación de estar
instalado por encima de las cabezas del resto de sus congéneres, haber
conquistado, por fin, su secreta porción de poder. Pero, ¿habrá conseguido ser apreciado
por lo que es en realidad, un ser humano? Perseguir sólo la elegancia es un atributo
que no aporta ninguna mejora al grupo, sino a sí mismo.
Veamos
ahora qué se consigue con la bondad: ser bueno es un desequilibrio entre el
egoísmo y la generosidad, con inclinación hacia ésta última. Es empatía, tener
como marco de actuación al otro y como límite su sufrimiento. Esto produce en
los ajenos, en primera instancia: devolución de la empatía, en última, nada más
y nada menos que amor.
El
brillo de la bondad es opaco en tiempos en que triunfa lo superficial, hasta el
punto de identificarse ser bueno con ser tonto. El reino del egoísmo se repliega sobre sí
mismo y nos lleva, irremediable, al lugar de las soledades no elegidas.
Para los que todavía están indecisos en elegir
entre ser elegante o bueno, sólo apuntar que interferir en el conjunto humano
con buen talante es salir de él lleno de recompensas.